No, no diré qué es el nombre del padre,
precisamente porque yo no formo parte
del discurso universitario”
Jacques Lacan-
(1969)
Nuestra época, científica, parece olvidar todo aquello que no sea objetivable. Pero, objeción a la objetivación, ante ese efecto de reducir a “ninguno” a quien habla, responde “alguien”. El autor ancla su referencia en un nombre propio.
Después de la era técnica, la atmósfera contaminada de informática parece amueblada de datos sin conexiones, mientras la autoridad epistémica se relativiza en la moda de la “construcción social”. Las líneas de fuerza de su arquitectura van más
allá de las tradiciones locales –lengua y escritos- y se expande o se reduce según una economía globalizada.
Sabemos que el psicoanálisis tampoco tiene un paradigma estable, salvo la prueba de la existencia del inconsciente en cada uno, cada vez. Tampoco los analistas pueden ostentar una identidad fija. Desde Freud la forma social del analista –lo que se espera de él- fue variando acorde a las referencias académicas pero enriquecidas con las impurezas de lo profano, aquello que Kant extrajo como conflicto al pedir separar las facultades de teología y de filosofía para dar condiciones a las Luces de la Razón. Algo que Freud esperaba más allá de los sacerdotes y médicos: los laicos del futuro anterior.
Pero intramuros de su propio discurso, el psicoanálisis requiere seguir la secuencia histórica y dialéctica entre las fundaciones y las formaciones de sus analistas. Freud funda una Asociación –la I.P.A- con un modelo de formación basado en el trípode análisis, control, enseñanzas. Lacan funda su Escuela basada en el testimonio
de cada uno que finaliza su análisis, verificando un pase de discurso pero manteniendo la pregunta sobre qué es un analista.
El acto analítico, que no tiene historia, se inventa cada vez. Lo que se historiza no es tanto un ciclo repetido como la revolución, sino una subversión de quien hace la interpretación por su reverso, ese es el analista. A la ocasión: el trazo del poeta, la
risa del bufón, el silencio activo son el gesto que parodia a la verdad del sacerdote, a la fórmula del científico y al escepticismo del amo que descree en la intriga.
Lacan en la “Obertura” de sus Escritos elogia la parodia más que la tragedia, apuesta a un decir de lado, paralelo, nunca todo. Es la creación del precursor, el antecedente, la sombra del maestro que se cita; Freud en su caso.
En nuestro país Oscar Masotta parodia a su turno al fundar en los reflejos lejanos del Río de La Plata una escuela parecida a la de Lacan en París, “no por ello menos original”. Otro de sí mismo, luego de un análisis, luego de atravesar estilos y vanguardias artísticas, en un atravesamiento que lo acerca al saber de una experiencia del fracaso más que del experimento logrado.
¿Un pase político? Quizás…
Nuestra comunidad analítica vacila ante el mercado y las neurociencias usadas en la biopolítica de turno, porque “el supuesto social del psicoanálisis”, es decir lo que las marcas de cada cultura espera de un analista, eso ha cambiado. Ese supuesto
se construye con difusión, para lo que sirve la Universidad, pero también con una práctica efectiva a investigar en programas de los Institutos y las Bibliotecas y la trasmisión de sus resultados en una Escuela, ahí un cuarto espacio será el analista autor, autorizado en su deseo. Una equis.
Por ello el analista “tiene horror a su acto”, frase de Lacan que se verifica cuando en la comunidad ellos huyen del psicoanálisis, débiles a las alianzas con los profesionales “habilitados” para aplicar la política de masas. Es lo dicho por Germán García en
“Los practicantes y la huida del psicoanálisis”: “Siempre se trató de una alianza de mutua conveniencia: trueque de habilitación por prestigio. Según Jacques Lacan, una “escuela” se constituye en torno a la pregunta sobre la identidad de un analista
supuesto por la sociedad, el analizante y el aspirante mismo (que se precipita casi siempre en identificaciones)”.
¿Un sujeto supuesto social? A la hora de plantear cómo fundar la autoridad analítica, no alcanza con la jerga intramuros, sino con buenas formas de sentarse en la mesa del supuesto social. Requiere del arte de hacer semblante: hacerse a la lengua del
Otro –que incluye sus marcas, sus leyes, sus clasificaciones- a riesgo de evanecerse en el medio de las contiendas de autoridad.
Entonces, no conviene olvidar el nombre que estuvo antes –lo dicho primero es oráculo- y convendría hacerse Edipo para ir recién después, más allá… y eso será para cada autor, historizado en el psicoanálisis.-
Octubre 2012.-
(*) Texto publicado en revista Conceptual -Estudios del psicoanálisis– nro. 13.