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PRAGMA – INSTITUTO DE INVESTIGACIÓN Y ENSEÑANZA EN PSICOANÁLISIS

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Saber curar

«And will you be happy, Charlotte?»
«Oh, Jerry, don´t let´s ask for the moon. We have the stars»
(Now, Voyager, con Bette Davis e Paul Henreid)

   
    De vez en cuando, cuando un pedido de análisis me parece ambiguo, o cuando no logro ver bien delineada la urgencia que lo mueve, invito al paciente aspirante a que precise qué espera de la experiencia que quiere emprender. Solicitado por mí de esta manera, una vez, un médico de mediana edad, hombre inteligente, de afortunada carrera y para nada privado del sentido del humor, me ha respondido sin falsos pudores aquello que otros atenúan con giros de frase, como para regatear la rebaja de una petición que de caso contrario podría aparecer odiosa. «¿Qué busco del análisis? La felicidad, como todos!»
Detrás del modo amable e irónico con el cual me pronunciaba la frase había claramente un desafío. Había un: «Veamos si sos lo bastante desvergonzado como para jugar con esta apuesta». O también: «Te lo digo en un tono lúdico pero atento: no me satisfaceré con menos de eso». O todavía: «Nada podrá cambiarme sino una felicidad que no podrás darme».

Yo te salvaré

    La literatura analítica no considera mucho la cuestión de la felicidad, pero el tema de la salvación, que por el contrario es bien conocido, es un válido subrogado. Freud habla en las “Contribuciones a la psicología de la vida amorosa” (Freud 1910-1917) de una modalidad del fantasma en la que, de lo que se trata, es de salvar a la joven amada, cuya versión cinematográfica de mayor suceso es Pretty woman: la joven se metió en una situación no del todo clara y hay que recuperarla de la degradación en la cual ha caído para liberarla y desposarla. Luego están los clásicos fantasmas de ser salvados por el padre o por la madre, incluso de salvarlos, que Freud interpreta como desafío o búsqueda de reconocimiento para cuando se cuida al padre, y como ternura incestuosa para cuando se cuida a la madre. Justamente por su pendiente incestuosa, estos temas son leídos como fantasías de renacimiento -hacerle hacer un hijo a la madre significa regenerarse- y por esta vía toman también la forma de fantasmas de curación. Uno de los más notables es aquel descrito en el caso del hombre de los lobos (Freud 1914), donde el paciente debe rasgar un velo que lo separa del mundo para recuperar un cierto bienestar, y este velo es reconducido por Freud al amnios, cuya rotura corresponde al nacimiento. Fantasías de curación aparecen también en los sueños: aquel por ejemplo, mencionado en “La interpretación de los sueños” (Freud 1899), de una paciente que se ve oníricamente en una estancia de veraneo donde, mirando la superficie oscura del lago en el cual se refleja la luna, se tira al agua. Freud interpreta invirtiendo el movimiento: tirarse al agua significa salirse, por lo tanto, nacer, y nacer, contextualmente, toma el valor de ser salvada por medio del tratamiento analítico.
    Invocar la felicidad, que se pretendería obtener a través del análisis, tiene en el fondo el tema de la salvación del sufrimiento neurótico, y es una versión del fantasma de curación su clave de lectura; si queremos verlo en términos lacanianos, es la revocación de la ausencia de relación sexual. En este sentido, el fantasma de curación corresponde al pedido de un saneamiento de la vida obtenida, colmando el agujero de la existencia, y apunta a la restitución de una integridad que no ha sido dada nunca, ya que la ausencia de relación sexual se inscribe en el hecho mismo de que el hombre es un animal hablante.
    La cura psicoanalítica, para realizar su propio objetivo, debe atravesar y consumar el fantasma de curación del paciente que, en cierto sentido, es el mayor obstáculo para la realidad de curación. Resta entonces definir que se debe entender por curación en psicoanálisis.

Restitutio

    En medicina, el concepto de restitutio ad integrum de un tejido, de un órgano, de una función, es todavía ampliamente utilizado para definir la curación: ser curados significa volver a la situación precedente a la instauración de la enfermedad, sin daños residuales. Como este concepto es inaplicable a la experiencia del psicoanálisis, creo que sería útil desarrollar con la medicina una dialéctica que lleve fuera de aquella situación de extraterritorialidad que Lacan denunciaba ya en 1966 (Lacan 1966b).
    Tomemos el ejemplo de un caso relatado por un médico (Colajanni 2007). Se trata de una paciente cuarentona, que ha gozado siempre de buena salud, y que no ha prestado nunca particular atención a los pequeños ataques de tos, o a los episodios de dolor de garganta, que podían agarrarle; simplemente los curaba con jarabes hasta que se le pasaban y no pensaba más en ellos. Pero un día, en el trabajo, síntomas análogos insistieron y los sintió de manera diferente, se siente particularmente débil, es llevada de urgencia y se le diagnostica una pulmonía. Es puesta en tratamiento, después de un tiempo breve la infección cede y desde el punto de vista médico se encuentra totalmente curada. Sin embargo, lo que sucede es que, a partir de ese momento, después de cada ataque de tos vuelve al médico para pedirle controles y exámenes que la tranquilicen: podemos decir que se ha introducido un miedo a la enfermedad pero, más radicalmente, vemos que la enfermedad ha tajeado una seguridad narcisística abriendo las puertas a la angustia. Se ha quebrado una compensación que antes había y el problema de una intervención terapéutica sobre el plano psicológico se pone en juego cuando la situación, desde el punto de vista  médico está resuelta. La curación en sentido psicoanalítico se coloca más allá del restitutio ad integrum obtenido por vía médica, porque la enfermedad orgánica, en este caso, no ha solo dañado el tejido pulmonar, que puede ser reparado, sino que ha hecho reflorecer la falla originaria cubierta por la pantalla narcisista, la cual en cambio, es estructural.
    Para la medicina la relación entre cura y curación, hoy por hoy, es directa y tiene un carácter determinante y predecible. Al alba de la revolución epistemológica que introduce la medicina en el discurso científico, Georges Cabanis, en su tratado Du degré de certitude de la medecine, sostenía que es poca cosa para el médico limitarse a suministrar medicinas: es necesario que «sepa curar». Para Cabanis esta idea tiene en el fondo una concepción que no es solo tecnológica sino también ampliamente antropológica, donde tienen un rol la simpatía por el enfermo y el ser iniciados en los secrets du coeur; desde el siglo XIX el lazo entre medicina y ciencia se hace cada vez más estrecho y el «saber curar» se vuelve la noción de una relación determinada entre el conocimiento de las causas de la enfermedad y la curación como efecto del tratamiento.  
    
Curar/sanar

    Antes de la alianza entre medicina y ciencia las cosas eran diferentes. Ambroise Paré, experto del siglo XVI, padre de la moderna cirugía, inventor de una técnica de ligamento de las venas que sustituye la cauterización y médico de diferentes reyes, lo testimonia con una frase muy recurrente en sus escritos: je le pansai, Dieu le guerist, yo lo he curado, Dios lo ha sanado. Esta frase no es solo la expresión de su modestia, sino que sintetiza y refleja el pensamiento renacentista para el cual el hombre solo puede curar y ser otro el hacedor de inducir la sanación, desenganchado de las operaciones humanas. Hay un salto, una disyunción, una desconexión entre la acción de la cura y el efecto de la sanación. La misma estructura renacentista de los hospitales -que eran bóvedas, donde en el centro de la cruz se ponía un altar- estaba hecha para recordarlo: la sanación no deriva de una secuencia determinista, es una salvación, un don proveniente de la acción divina más que de un resultado del acto médico (Cosmacini 1997).
    Cuando el discurso científico conquista la medicina, suelda el hiato entre tratamiento y sanación, introduciendo una precisa concatenación causal; es el sentido mismo de la sanación lo que se transforma: esta ya no es más concebida como una salvación sino como la reconstrucción de un estado precedente.
    En el ejemplo más arriba considerado de la mujer enferma de tuberculosis vemos que más allá de la sanación obtenida, de manera determinista por medio del tratamiento, se abre un nuevo espacio ulterior marcado por la angustia, donde el pedido de ayuda ya no tiene el sentido de la reparación, sino más bien la expresión del fantasma de curación, de salvación.
    Podemos decir que, cuando el pedido de curación deviene pedido de felicidad, este escapa por su naturaleza al determinismo. La felicidad no es lo que el psicoanálisis promete; del mismo modo que la felicidad se sustrae al determinismo lo hace la angustia, y tratar la angustia obviamente no es lo mismo que tratar una lesión o una infección. Si luego hablamos del síntoma, sabemos que habitualmente, detrás del pedido de curación, detrás del pedido de salir de la condición de enfermo -también Lacan lo recuerda en su conferencia sobre la medicina- hay una adhesión a esta condición que impide la separación o hay un pedido de ser autenticado como enfermo. La ganancia del síntoma hace muchas veces del sufrimiento un precio necesario y el pedido de ayuda, de manera subterránea, a menudo implica más la búsqueda de una vía para aceptar este sufrimiento que la voluntad de liberarse de aquello que lo genera.
    Definir una curación más allá de la curación médica abre entonces un terreno poblado solo de singularidad: cada uno quiere ser ayudado a su modo, y el arte del analista está en saber entenderlo para no forzar este modo, en virtud del supuesto bien del paciente, idealizado como superior a aquello que cada uno obtiene de la vida que se ha construido. Creo que la crítica -formulada por Lacan en el seminario de La ética del psicoanálisis (Lacan 1959-1960)- a la noción platónica de Bien Supremo, en la práctica clínica tiene como sentido la contraindicación de identificar el Bien Supremo con la sanación en función del cual encaminar al paciente. En efecto: en primer lugar, no somos nosotros los que vamos a determinar qué es bueno para el paciente; en segundo lugar, es justamente cediendo, aquello que el paciente siente como su bien, como podrá acceder al propio deseo desatando los nudos de la neurosis; en tercer lugar, si nos referimos a un momento posterior en la enseñanza de Lacan, cada referencia a algo similar a la idea de bien, pasa a un segundo plano para dar lugar a la necesidad de manejarse frente a la inexistencia de la relación sexual.
    Sin definir a priori qué es lo bueno para el paciente, no identificando este bien con un criterio de sanación y, en este sentido, no igualando la sanación a un canon de normalidad, queda claro que el psicoanálisis no puede hacer de la curación su propio objetivo directo. Si lo hiciese debería predeterminar su propio recorrido en base a una prescripción que resultaría heterónoma respecto a la subjetividad del paciente.  

Los principios  de la cura  según Lacan

    Estas peculiaridades, que marcan el trabajo analítico, permiten entender las razones que desde siempre han caracterizado la cautela en las afirmaciones de los psicoanalistas sobre el problema de la cura: está el freudiano atento al furor sanandi, que es de cualquier modo un enunciado ad hominem, que se dirige a los experimentalismos más corajudos y muchas veces temerosos de Ferenczi; está el lacaniano «la guérison est un bénéfice de surcroît», expresión presente en un texto donde Lacan discute los criterios terapéuticos del psicoanálisis.
    Estos criterios son indicados por Lacan unos años después del “Acta fundacional” de su Escuela, la Ecole Française de Psychanalyse (Lacan 1964). La cura en el campo del psicoanálisis se relaciona con la restitución del sentido de los síntomas, con el descubrimiento de los deseos subyacentes a estos, y con la adquisición de una relación privilegiada. Para esto se necesita haber especificado las estructuras formales de la enfermedad y de la demanda. Hay una curiosa cláusula donde Lacan especifica que, los que han atravesado la experiencia psicoanalítica, deben haber sido sensibles a encontrar intolerable la oposición conceptual entre intelecto y voluntad centrada sobre la connotación de pasividad para el primero y de actividad para el segundo. A partir de las condiciones así definidas, necesarias para que la cura pueda producirse, la perspectiva delineada se vuelve muy clásica: los síntomas deben dejar el lugar al sentido que encierran y a los deseos que ocultan, y la cura debe ser pensada como la remisión de los síntomas: estos se vuelven inútiles luego de haber dado lugar a los deseos que sustituían. Aquello que aparece como específico del campo psicoanalítico son solamente las modalidades para conseguir la cura, las cuales, de manera diferente a lo que ocurre en la medicina, son indirectas, pero el concepto de cura al cual se refieren permanece idéntico a aquel del médico: la restitución de un estado precedente a la instalación de los síntomas. Al final de la experiencia psicoanalítica hay un resultado aparentemente cognoscitivo -ya que parece examinar un aspecto conceptual, aquel que define intelecto y voluntad, que va erradicado del fundamento que la tradición le ha dado en la oposición entre pasivo y activo- y que parece tener dignidad equivalente, como criterio de resultado, a aquel de la desaparición de los síntomas. Este llamado al intelecto y a la voluntad puede parecer casi una curiosidad, un agregado vagamente intelectualista, si no consideráramos el modo en el cual Lacan hace intervenir la voluntad al definir la salida del análisis. Eso a lo cual el análisis empuja, es al rescate del propio deseo por parte del sujeto; y esta idea se expresa de un modo particularmente incisivo en la “Observación sobre el informe de Daniel Lagache”, artículo de 1961 (Lacan 1961), donde Lacan, en una fórmula famosa y miles de veces citada, echa luz sobre como, una vez caídos los ideales que sostienen la identificación, el sujeto debe resurgir como objeto “a”, como eso que ha sido para el deseo del Otro -sea que haya sido deseado, sea que haya sido rechazado- y confrontarse con las raíces de su propio deseo -que es deseo del Otro- para saber con esto si quiere eso que desea. El repudio de la oposición entre activo y pasivo para connotar voluntad e intelecto, va junto a la aparición del contraste entre voluntad y deseo, donde la antítesis de actividad y pasividad pierde pertenencia. Querer aquello que se desea significa decir sí a la vida en la cual se es, es asumir aquello que se ha recibido.
    Lo interesante en ésta definición es que, en línea con la tradición que separa las operaciones inherentes a la cura del efecto de curación, la curación no es todavía vista aquí como un don, como una salvación sino -reafirmando que no desciende de ningún automatismo- que allí se pone en juego una elección. Obviamente la elección no es: «¿Quiero curarme o no?» pero sí «¿Estoy dispuesto a aceptar el precio que la salida de la neurosis conlleva?».
    La solución de aceptar el propio deseo para liberarse del síntoma expresa una línea de pensamiento clásica del psicoanálisis, que se conecta con el primer Freud, aquel que no ha hecho aún las cuentas con la pulsión de muerte. Sabemos que hay un largo período en la reflexión de Lacan donde, por ejemplo en “Función y campo de la palabra…”, la teoría pulsional freudiana está simplemente ausente. Seguido a esto, la pulsión es reintegrada en una reducción significante que la traduce en demanda. Luego, paso a paso, se impone la idea de un carozo que la máquina significante no puede masticar, y ésta idea se precisa particularmente en el seminario de 1961-1962 sobre la angustia. La fórmula que explica la salida del análisis, en la posibilidad de querer eso que se desea, aparece en un artículo de 1960 que precede pues a este cambio teórico y clínico.

La antinomia del deseo

    ¿Qué sucede si, queriendo eso que deseo, en vez de la lineal aceptación del deseo, me encuentro frente a algo irreducible, que pone en jaque mi deseo en una antinomia insoluble? Querer eso que se desea expresa una suerte de conciliación dialéctica, una síntesis que se eleva sobre el fondo de un hegelismo del cual Lacan tomará explícitamente distancia solo en el Seminario sobre la angustia. Pero si, la dialéctica tropieza con un punto no dialectizable, con un real que resiste a la reducción significante, el deseo, en su lógica más íntima, se enreda como en la paradoja del mentiroso, entre dos bordes antitéticos en los cuales puedo también querer eso que deseo, o también, el hecho es que puedo no desear eso que deseo. El deseo bloqueado del obsesivo, con sus efectos de inhibición, y la derobade histérica, que levanta con prisa las cortinas justo cuando las cosas están por cumplirse, son la demostración clínica palpable.
    ¿En qué se transforma la cura si ya no puede ser considerada el efecto de un reconocimiento lineal del deseo? Está claro que los criterios expuestos, son reconsiderados, en el “Acta de fundación”.

Un truco   

    Lacan vuelve sobre el tema al final de los años setenta, en una breve intervención que hiciera al cierre de un Congreso sobre la transmisión del psicoanálisis (Lacan 1979). Con el estilo rápido, hecho de paradojas y de iluminadas improvisaciones que caracterizan a sus últimos discursos, Lacan comienza refieriéndose a las «personas lo van a ver», a sus pacientes, que lo interpelan para decirle aquello que no va, para hablarle de su neurosis. ¿Qué responde él? No siempre responde, y simplemente «trata de hacer de un modo tal que pase». Naturalmente queremos saber algo más sobre las cosas que hace para que la neurosis pase, y Lacan mismo lo revela en el enunciado del siguiente interrogante: «¿Cómo sucede que, a través de la operación del significante, hay personas que se curan?». En esta pregunta hay ya una respuesta parcial: la cura sobreviene a través de la operación significante; pero ésta no es una novedad, el problema es ¿cómo debe funcionar la operación significante para producir el efecto de curación? Lacan aquí, con una modestia que puede parecer de algún modo discrepante con el personaje -pero que creo más bien tenemos que considerar análoga a aquella de Ambroise Paré- afirma que, a pesar de todo aquello que, de tanto en tanto, pudo haber dicho, en verdad no lo sabe. Acá es interesante profundizar la confrontación con la medicina y valorizar el contraste respecto al pedido de saber curar, que Cabanis le hace al médico. Lacan no desestima completamente el tema de la curación, sostiene incluso que, a través del psicoanálisis, las personas innegablemente se curan y agrega que se curan tanto de la neurosis como de la perversión. Hoy debemos sopesar el término perversión, pero podemos tomarlo aquí como connotación de una radicalidad: el psicoanálisis cura eso que el sujeto siente como sufrimiento, incluso si éste proviene de una peculiar relación con el goce que no pasa por la negativización de la neurosis. El psicoanálisis entonces cura, pero esto no depende de un «saber curar» del psicoanalista. La imposición que Cabanis le hace al médico, y que la medicina científica hace propia en la concatenación determinista tratamiento-curación, no puede ser hecha al psicoanalista según Lacan. Puede parecer una falta de responsabilidad del psicoanalista respecto a la cura pero, en realidad,  no es así, porque se trata más bien de establecer la relación justa con el problema, y rápidamente Lacan dice claramente luego como ve la cuestión: «C´est un question de truquage». Parece una frase, en efecto, construida ad hoc para dejar con la boca abierta, por el gusto de escandalizar. ¿La cura es una cuestión de truco? ¿Se trata entonces de falsificar, de adulterar la realidad? Truquage es un término particularmente usado por la técnica cinematográfica, por los juegos de ilusión con los cuales sobre la pantalla, se crean imágenes imposibles y fantásticas. Indica también la inventiva del bricoleur, la habilidad del artesano. Pero, a fin de cuentas, no se puede dar vueltas alrededor de esto, un truco es un truco, una estratagema, un expediente, y el arte está en esto: «Cómo se le cuchichea al sujeto que viene al análisis algo que tiene el efecto de curarlo, es una cuestión de la experiencia en la cual cumple un rol aquello que he llamado sujeto supuesto saber». En el mismo momento en el que se desentiende al psicoanalista de la intimación de «saber curar», Lacan no abandona completamente su importancia, simplemente la separa del caracter de concatenación determinista que tiene en la práctica médica. La curación, en psicoanálisis, no resulta de la relación causal con el tratamiento, sino de un factor de la experiencia y del sujeto supuesto saber. La experiencia le pertenece al psicoanalista, el sujeto supuesto saber no. El sujeto supuesto saber se produce en la relación analítica y es lo que sostiene la transferencia: que el analista sea investido es secundario. El factor que entra en juego en la curación de manera eficiente, es entonces la transferencia. Es una suerte de inversión del objetivo que en medicina tienen los experimentos de doble ciego.  

La transferencia y el saber

    El dispositivo de doble ciego es explícitamente estudiado con el fin de eliminar la influencia de cualquier fenómeno relacional en el efecto terapéutico, de modo tal de aislar la causa objetiva de la mutación intervenida. En el psicoanálisis, el factor relacional, que llamamos transferencia, se delinea en cambio como esencial, al punto tal de resaltar sobre el fondo de la operación significante que tiene la función de sostenerla. Esto no significa que la operación significante sea indiferente y que sobre este plano una cosa valga otra: simplemente debemos ver que no hay una relación causal directa entre la operación significante y el efecto terapéutico.                  
    Si los criterios de curación indicados por Lacan en el “Acta de fundación”, estaban en lineal continuidad con el pensamiento freudiano, en la intervención del Congreso sobre la transmisión del psicoanálisis, las cosas son muy diferentes. Freud pensaba que los síntomas cedían una vez interpretado el sentido y una vez caído el investimiento libidinal que había sobre ellos. La versión lacaniana de esta idea se expresa cuando el objetivo del psicoanálisis es definido como el desciframiento de los síntomas y como la liberación por parte del sujeto del deseo en éstos enmascarado. En esta perspectiva vemos todavía funcionar ciertas relaciones causales: la única premisa necesaria es una concepción del significante como causa del sentido. En su curso, Cause et consentement, Miller ha mostrado que esta tesis está implícita en Lacan en un artículo como “La instancia de la letra” (Miller 1987-1988). Si esta tesis cae, como se verifica al tomar consistencia la formulación de un real no reductible al sentido, cambia completamente la perspectiva también para cuando se examina el efecto de curación.
    En la breve intervención en el Congreso sobre la transmisión del psicoanálisis, Lacan no hace como si extrajera las consecuencias de este cambio de perspectiva. ¿De qué deriva el efecto de curación? No del hecho de que la operación significante produce un sentido revelado por la interpretación, sino del modo en el cual ésta, en la relación analítica, pone en juego un sujeto supuesto saber: «Le sujet supposé savoir, c´est quelqu´un qui sait. Il sait le truc, puisque j´ai parlé de truquage à l´occasion; il sait le truc, la façon dont on guérit une néurose». Es el sujeto supuesto saber el truco, aquel con el cual se cura la neurosis. En el mismo momento en el cual libera al psicoanalista de la prescripción de saber curar, Lacan la difiere sobre el sujeto supuesto. El efecto de curación no proviene así del insight, de la capacidad del analista para jugar con el lenguaje que lo lleva a ser el centro con la interpretación justa e iluminada, sino del modo en el cual el analista logra hacer palanca sobre el sujeto supuesto saber para que, a partir de aquí, las cosas vuelvan de manera diferente, para que se interrumpa la repetición sintomática.

Saber en lo  real y saber sobre el goce

    El sujeto supuesto saber, que según Lacan es la hipótesis necesaria para que un análisis pueda tener lugar, es confrontado con el saber de la ciencia para atrapar al mismo tiempo la analogía y la diferencia. En el curso Piezas sueltas (Miller 2004-2005) Miller destaca como la eficacia de la ciencia depende de la hipótesis galileana de un saber en lo real -el famoso libro de la naturaleza escrito en lengua matemática- del mismo modo que el funcionamiento del psicoanálisis depende de la suposición de un saber sobre el goce. Si retomamos la inspiración de Lacan en la intervención en el Congreso sobre la transmisión del psicoanálisis, podemos decir que suponer un saber sobre el goce, significa implicar un sujeto que sabe del truco.
    Uno de los puntos más osados del psicoanálisis es que el sufrimiento neurótico es un goce que pasa a través de la reja de la civilización, apresado en las redes del significante, un goce que habiendo perdido la naturaleza de la satisfacción del instinto animal, crece deformado en el dique del lenguaje. El ser hablante para adquirirlo tiene que pagar un precio que se materializa en el sufrimiento neurótico. Puesto que cada uno se neurotiza a su propia manera, no se trata de un precio estándar del mercado, como en un supermercado, sino más bien como en un suk, o en un bazar, donde cada cliente sopesa el precio singularmente: el importe se establece en el curso de una extenuante tratativa luego de la cual algunos pagan un precio miserable y, otros desembolsan una cifra exorbitante. Aquellos que más derrochan, evidentemente, son los más marcados por la neurosis. En realidad, no hay relación entre la suma gastada y la mercancía adquirida y esto, llevado a la neurosis, simplemente es consecuente con la ausencia de la relación sexual.
    Si queremos entender qué significa saber el truco, tenemos entonces que ver que el sujeto, en algún rincón de sí, sabe el precio que paga, lo sabe sin saberlo, como lo sostiene la definición del inconciente. La suposición de un saber sobre el goce es el inconciente mismo, tal la hipótesis de que el sujeto sabe que cosa paga, y la cura consiste en reconducirlo al bazar, donde puede renegociar la propia elección.

Eficacia técnica/responsabilidad del acto

    Para el psicoanalista, tratar con un saber sobre el goce, justamente porque este saber no tiene el carácter universal de aquel científico, requiere de una peculiar experiencia, donde se manifiesta la diferencia respecto a los campos de aplicación de la ciencia, contenida también la medicina.  
    Para los diversos ámbitos operativos de la medicina sirven los expertos: especialistas con preparación teórica específica y precisas capacidades de grado, para resolver eficazmente intervenciones en un determinado sector. En el psicoanálisis no hay ni expertos ni especialistas: lo que se necesita es experiencia, un saber hacer generado por el repetido contacto con aspectos de la realidad que no se sujetan a las fórmulas de procedimiento. El técnico opera con una eficacia que procede de la eficacia matemática de la ciencia y de la concatenación causal de carácter necesario.
    Cada vez más el saber curar de la medicina moderna va en este sentido, desarrollando protocolos, como en la Evidence Based Medicine, que tienden a reducir, si no a anular, el margen de arbitrariedad del acto médico y con esto también poner al reparo su responsabilidad.
    ¿De qué deriva en cambio la capacidad que tiene el psicoanálisis de incidir en lo real? El saber curar del psicoanálisis es un saber sobre el goce y su principio no es el de la eficacia técnica, sino más bien el del acto, del cual el psicoanalista es siempre responsable.
    En tanto el saber curar no sea atribuible al psicoanalista en el sentido de una habilidad, sucederá que el psicoanalista se hará responsable de este saber sobre el goce, y el acto analítico implicará la asunción de la responsabilidad que no se puede hacer proceder de ninguna función heterónoma.  
    En los controles, por ejemplo, un analista discute un caso con un colega que se supone es más anciano, a través del cual no se busca al experto sino a la experiencia. En tanto se pueda discutir, construir, o también conciliar, no podrá haber jamás la prescripción de una conducta terapéutica cuya responsabilidad sea luego compartida con el analista del control. Podrá haber solo el esclarecimiento de un cuadro clínico o la valuación de la opacidad subjetiva que ponen en el banquillo a un análisis, y le queda luego al analista encontrar la vía peculiar por medio de la cual poner en acto las posibilidades delineadas. Incluso cuando en el control se lleguen a precisar los significantes interpretativos, se trata solo de los enunciados, y resta luego al analista encontrar el momento y la enunciación en los cuales sostenerlos. No hay, en el control, autorización del acto, porque en el acto el analista está solo con su propia responsabilidad. Que el analista se autorice solamente por sí mismo no significa otra cosa más que: el acto analítico tiene en sí mismo su propio principio, que este principio no puede derivar de una vía jerárquica y que no toma la autoridad propia en modo heterónomo sino solamente a partir de la situación clínica.  

Autoridad clínica

    El saber curar del psicoanálisis, en éste sentido, no procede de una técnica, sino del acto, es decir, de una asunción de responsabilidad en la cual se constituye la auctoritas. En el psicoanálisis la autoridad clínica tiene un lugar particular, es indispensable para que las cosas funcionen, y debe ser protegida. El psicoanálisis, por otra parte, comparte con las otras profesiones imposibles, la educación y la política, el hecho de que los efectos provengan de una relación con la autoridad más que de la predisposición de una técnica.
    El debate sobre la evaluación de la eficacia de las psicoterapias en las cuales se busca implicar al psicoanálisis es inapropiado, ya sea desde el punto de vista epistemológico, porque procede de un equivoco sobre los factores de eficacia, ya sea desde lo metodológico, porque inevitablemente es llevado a considerar la remisión de un síntoma como resultado objetivable de determinadas operaciones técnicas, mientras en realidad la remisión de un síntoma, deriva tanto de un intimo consentimiento del sujeto restituido y convocado en el lugar del saber sobre el goce, como de la autoridad clínica que recae sobre el analista cuando se hace responsable del propio acto.
    El efecto terapéutico no proviene del automatismo de un procedimiento, sino de la remisión en juego de una elección: se trata de conducir al sujeto al punto en el cual pueda desligarse del carácter de necesidad que el síntoma asume para él.
    Esto abre el interrogatorio sobre qué significa la autoridad en el campo del psicoanálisis, sobre cuál es su especificidad respecto de la autoridad política y la de la educación, y sobre qué lugar el analista debe ocupar para ponerla al servicio de la curación.  
    Hay dos aspectos del problema: el primero considera la credibilidad social del psicoanálisis, que no encararé aquí, incluso si se lo considera simplemente como externo a la clínica ya sea en positivo o en negativo, se vuelve de cualquier modo un vector de la transferencia que no puede ser descuidado; el segundo problema considera la situación analítica en cuanto tal, y el modo en que la autoridad clínica hace posible la dirección de la cura conformando los principios de su poder. El aspecto relevante en esto es que el poder de la cura, si con eso entendemos la posibilidad de tomar decisiones y maniobrar elecciones en grado de modificar la economía subjetiva, está del lado del analizante. Pero es un poder, como todo poder, completamente vacío si no está legitimado y activado por una auctoritas.  
    El problema de la autoridad en el psicoanálisis ha estado claramente  percibido también en la debatida IPA, donde las posiciones se encuentran divididas entre los partidarios de la línea tradicional (Eagle y otros 2001) y los representantes de la new view (Greenberg 1999; Mitchell 1998). Los primeros sostienen un punto de vista más directivo: la autoridad del analista proviene de su conocimiento sobre los procesos psíquicos, se apoya entonces sobre bases objetivas, y el paciente debe adecuarse al fundamento científico de sus juicios. Podemos decir que en esta perspectiva se considera que el psicoanalista detenta un saber sobre la realidad, ya que trata el caso a partir de un conocimiento teórico de la realidad psíquica, y dirige la cura de manera tal de hacer coincidir la realidad psíquica con la realidad externa en función de la norma. Curarse significa volverse normal. Los segundos, entre los cuales encontramos analistas como Stephen Mitchell, Owen Renik, Jay Greenberg, en una perspectiva más democrática, ven a la autoridad depender de factores relacionales, donde el conocimiento del analista no remite al contenido de los procesos psíquicos, sino más bien a un cuadro intersubjetivo que permite al paciente organizar su propia experiencia conciente e inconciente en uno de los múltiples modos posibles. En éste caso el analista procede con un saber sobre lo imaginario, poniéndose en una posición paritaria con el paciente y ofreciéndole una orilla dialéctica para hacerlo arribar a una existencia de grado tal, que le permita no naufragar en el auto-sabotaje. Curarse significa adquirir una autonomía suficiente como para gobernarse en la vida.
    Para Lacan, hemos visto, la cuestión se trata de un saber sobre el goce, pero no se trata solo de una posición diferente respecto del saber, que en lugar de estar en la realidad o en lo imaginario esta vez está en el goce. La debatida IPA descansa en efecto sobre la presuposición, común a las dos explicaciones, que eso de lo que se trata en el saber es de una habilidad personal del analista, y esto hace recaer sobre él el «saber curar» en el mismo sentido en el cual Cabanis lo hacía recaer sobre el médico. Por lo tanto: los que siguen la tradición se mueven en un horizonte positivista y los representantes del new view en uno postmoderno y relativista; la cura para ambos queda correlacionada con la habilidad -único fundamento en este caso de la autoridad clínica- y proviene de una imposición, sea esta dirigida técnicamente o sea democráticamente dialéctica: «Comoquiera que sea -podemos hacerle decir- es mi habilidad de hacerlos curarse».
    Para Lacan el saber sobre el goce no es una habilidad del analista: tenemos más bien que pensar en las zonas erógenas en sentido freudiano, donde en el cuerpo se ha inscripto una diferencia a partir de la primera manifestación de la pulsión. El saber sobre el goce consiste en los signos dejados en el cuerpo por el acontecimiento pulsional, eso que ha marcado traumáticamente al sujeto en la relación con el lenguaje. No es algo que el analista sepa, pero sí algo que el sujeto podrá saber si el analista asume la responsabilidad. Es esta asunción de responsabilidad lo que lo pone en posición de sostener el acto. Es preciso  señalar que el problema puede ser encuadrado en éstos términos, solo a partir del momento en el cual la transferencia no es concebida como mera repetición, porque de otro modo, la autoridad del analista procede inevitablemente de la figura paterna de la cual viene a ocupar el lugar, y se connota puramente y simplemente como apariencia.

Los factores constituyentes

    El punto capital de la cuestión es: qué especifica la autoridad más allá de la apariencia, y esto aparece claramente, si se ve que el psicoanalista se coloca no en la posición en la cual asume el rol de personajes del pasado, prisionero de la repetición, actor de una comedia o de una tragedia escrita desde siempre, sino en el punto traumático de un inicio.
    En este sentido Lacan ha puesto siempre el acento sobre los factores constituyentes posibles de hallar en la trama de los factores constituidos. Por ejemplo, en “La dirección de la cura” (Lacan 1961), sostiene como el sujeto en el análisis, no es conducido a las identificaciones primarias donde ha asumido las insignias del Otro, sino a la estructura constituyente de su deseo ubicado en la falla abierta de los significantes, que contra-señalan el deseo del Otro. También en “Variantes de la cura tipo” (Lacan 1955), refiriéndose al poder discrecional del oyente en determinar el sentido del discurso constituido, muestra la libertad de la palabra constituyente. Más adelante, en el mismo artículo, opone al sujeto constituyente del inconciente con el yo como sujeto constituido.

Necesidad/libertad

    La clave de eso que es constituyente es el punto de inicio, eso que la repetición no logra cumplir y a la cual retorna como a un pasado. No es asumiendo las figuras cristalizadas de un pasado que el analista abre las vías de la cura: sino que es preciso antes encontrar la capacidad de comenzar, donde la sorpresa, lo improbable, lo impensado irrumpan como nueva oportunidad.  
    La cura en este sentido no puede ser pensada como restitución, como retorno al pasado, en una cadena causal que la enlaza al tratamiento. Que mañana sea como ayer es el automatismo de la repetición sintomática, mientras que en la cura, no hay nada de automático: si el síntoma captura al sujeto en la propia necesidad, en el no cesar, que se sostiene en el punto de inicio, el analista se encuentra en posición de hacerle captar al sujeto un tiempo de interrupción del automatismo, donde se encuentra, imprevista, la posibilidad de una elección, una escansión en la cual la necesidad se vuelve libertad: no restitución de una integridad perdida, sino facilitar una posibilidad.   

El silencio de la salud y las charlas del síntoma

    El efecto terapéutico en psicoanálisis, en este sentido, no debe ser ablativo del síntoma, si no quiere entregar al sujeto como rehén de una norma de la cual se ha generado la neurosis (Focchi 2006). En este sentido es particularmente interesante la definición de salud dada por René Leriche: la salud es la vida en el silencio de los órganos. La enfermedad aparece entonces como una negatividad, un límite que hace nacer el conocimiento del cuerpo que de otro modo estaría cerrado en la beatitud del mutismo. Ahora el problema, desde el punto de vista psicoanalítico es justamente este: que el cuerpo no es silencioso, que no existe un momento en el cual el sujeto esté fuera del lenguaje. El síntoma tiene algo de originario: es el signo que al primer encuentro el lenguaje deja sobre el cuerpo, y no hay un antes del síntoma sino como mito edénico-uterino. El síntoma, como se ha dicho, es charlatán, es un saber que habla (AAVV 1998). Curar no significa eliminarlo, hacerlo callar. El efecto terapéutico consiste más bien en desvestir al síntoma del pathos de la necesidad, que el sujeto siente como algo inevitable, para reconducirlo a aquel que en realidad es: no índice de disfuncionamiento, sino signo, saber sobre el goce del cual distinguir la singularidad. Está en esto la diferencia entre el fantasma de curación -el sueño de anular la ausencia de relación sexual, el arribo al último canto del paraíso dantesco- y la efectiva curación, en la cual el síntoma muestra su real función transformándose en medio de goce. Es como cuando se mira el Juicio Universal de Antonio Zanchi: si se observa con atención, se nota que las dolorosas contorciones de los condenados por las penas del infierno son en realidad composiciones eróticas, donde las figuras se enlazan en el aprieto carnal de un sorprendente kamasutra.   


Marco Focchi, Analista Miembro de la Escuela (AME) de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y miembro de La Scuola Lacaniana di Psicoanalisis del Campo Freudiano (SLP)
E-mail: focchi@fastwebnet.it


Bibliografía
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– Colajanni, R.: La cura en medicina y en psicoterapia: una dialéctica posible, Conferencia llevado a cabo en la sede de Milán del Instituto freudiano para la clínica, el tratamiento, la ciencia, el 21 de enero del 2007, inédita.
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– Focchi, M.: La falta y el exceso. Qué significa curar, Antigone Ediciones, Turín, 2006.
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