Como su título lo indica, el punto de partida de este libro es una apuesta por una teoría que trascienda la distinción entre naturaleza y cultura, base indudable de la epistemología científica moderna. En contraposición a nuestro sentido común, esta distinción no es universal, cuya demostración ocupa los primeros capítulos de la obra. Tampoco lo es una versión atenuada de esta distinción, aquella que si bien reconoce que no todos los pueblos distinguen entre una naturaleza y una cultura, sí lo hacen entre un espacio diferenciado que resultaría entre la comunidad y un afuera, como se distingue el claro de la aldea de la selva que la rodea.
Y no lo es porque la mayoría de las culturas “etnográficos”, esas sociedades que al decir de Lévi-Strauss, “ofrecen el único modelo para comprender la forma en que los hombres vivieron juntos durante un período histórico que corresponde, sin duda, al 99% de la duración total de la vida de la humanidad y, desde un punto de vista geográfico y hasta una época aún reciente, en las tres cuartas partes de la superficie habitada del planeta”[1], no entienden que aquello que lo rodea sea algo inerte, como la ciencia moderna entiende a la naturaleza, un objeto contrapuesto al sujeto cognoscente. Por el contrario, lo no-humano no lo es, porque comparte un mismo impulso vital, un ánima que poseen todos los existentes, los humanos y los no-humanos, los animales, pero también las plantas e incluso las cosas. Y como es así, entonces nuestra relación con esos seres se complejiza, porque es posible una comunicación y no solamente la mera objetivación, reconociendo además que, como nosotros, desarrollan su vida con manejo a reglas sociales y modos de conducta que es nuestro deber conocer.
En lugar de la distinción entre naturaleza y cultura, Descola constata sí una distinción con presencia universal que separa un yo de un no-yo, y que utiliza como su punto de partida para avanzar hacia una clasificación de las distintas ontologías que hacen a la humanidad. Esta distinción no se confunde con la distinción moderna entre sujeto y objeto, ese yo no es un sujeto privilegiado observador, y el afuera no es el objeto naturaleza, sujeto a leyes universales. Se trata de una experiencia mental, que distingue entre una interioridad, “espíritu”, “alma”, “conciencia”, reflexividad o incluso capacidad de soñar, y una fisicalidad que remite a una forma exterior, por ejemplo el cuerpo, el temperamento o el comportamiento.
A través de esta nueva distinción entre interioridad y fisicalidad (o soporte físico), se abren cuatro posibilidades lógicas, cuatro ontologías o modos de identificación, esquemas generales por medio de los cuales “establezco diferencias y semejanzas entre unos existentes y yo mismo, al inferir analogías entre la apariencia, el comportamiento y las propiedades que me adjudico y los que les atribuyo”. Estas cuatro modalidades resultan el totemismo, cuando atribuyo una interioridad y una fisicalidad semejantes a las mías, el analogismo, cuando las supongo en contraste diferentes, el animismo, cuando entiendo una interioridad similar y un soporte físico heterogéneo y, finalmente, el naturalismo, nuestro sentido común moderno, que considera interioridades diferentes pero fisicalidades semejantes.
Estas ontologías son principios de identificación, sistemas de propiedades de los existentes y proveen una base para las visiones del mundo, tanto para una cosmología como para una sociología, así como una teoría de la identidad y la alteridad. Su importancia radica en que este “mecanismo de mediación entre el yo y el no-yo resulta anterior y exterior a la existencia de una relación determinada con otro cualquiera”. Entre estos modos de relación, de los que no nos ocuparemos aquí, el autor cita el intercambio, la depredación, el don, la producción, la protección y la transmisión, de las cuales los tres primeros pertenecen al grupo de las relaciones potencialmente reversibles.
Cada ontología constituye así una apuesta epistémica, que encuentra sus propios límites o problemas epistemológicos que le son característicos y aporta sus propios principios de solución.
Si para el totemismo, el desafío epistemológico al que se deba enfrentar será el de cómo singularizar a los individuos en el seno de un mundo de entidades indiferenciadas; para el analogismo, el principal desafío consistirá en poder estructurar un punto de vista articulador por sobre un mundo de singularidades inmanentes. El totemismo, presente en sociedades australianas y de América del Norte, responderá como toda ontología a su problema particular de una manera particular, distinguiendo los atributos del individuo y de la especie. Por su parte, el analogismo, de gran amplitud histórica y geográfica, presente tanto en el mundo antiguo como en el Renacimiento europeos, en la filosofía china como en las cosmovisiones de las tierras altas de Mesoamérica y Perú, responderá consagrando, política e ideológicamente, la realidad del mundo o la de un segmento de éste, pero sostenido al mismo tiempo sobre un esfuerzo articulador por dotar de sentido y orden al universo, vinculando y jerarquizando significantes, y construyendo sistemas y clasificaciones que en cierta manera adelantarán el siguiente paso naturalista.
Para el naturalismo, dueño de un relativismo cultural y un universalismo natural, el principal desafío epistemológico será el de atender a la heterogeneidad de las culturas que se recortan sobre el fondo de la universalidad de naturaleza, problema puesto de manifiesto tantas veces en las críticas recurrentes a la falta de cientificidad de las ciencias humanas respecto de las ciencias físicas y naturales. Su manera de solucionarlo resulta una oscilación: entre un monismo naturalista que niega la cultura y un relativismo absoluto que niega la naturaleza. La querella entre culturalistas y biologicistas que tanto caracterizó a la historia de las ciencias humanas es un buen ejemplo de esta oscilación en el modo de comprender los límites del pensamiento naturalista desde la propia mirada científica.
Para el animismo, a la inversa, su mayor problema de conocimiento consistirá en asignar el lugar a la naturaleza, porque está en juego un tratamiento con otros seres con los cuales comparto un mismo impulso vital. Si en su interior los seres son idénticos, el problema que se le presenta será el de expresar la singularidad de estas formas no-humanas. La solución que plantea el animismo, expresa Descola, es la de la metamorfosis, la capacidad de un ser de adoptar la forma exterior de otro ser. El punto es importante para nosotros americanos, la de entender un modo animista de identificación que caracteriza gran parte de las culturas de las tierras bajas de las dos Américas. Podemos ver esto que mal entendemos desde nuestra mirada ecológica naturalista en La sombra del Jaguar –Kuaray’a Chiví–, el documental de Enrique Acuña sobre la transformación mbyá del jepotá, que recoge los testimonios de sabios guaraníes de la provincia de Misiones y Paraguay.[2]
La metamorfosis animista resulta así no sólo la concreción lógica de la posibilidad de la reversibilidad entre dos ropajes corporales diferentes –el humano y el animal– que encubren una misma esencia, sino también, como destaca Descola, una respuesta simbólica que se procura el animismo a sus propios límites cognoscibles, ayudando a la diferenciación de aquellos seres otros que de por sí resultan difíciles de distinguir, pues poseen interioridades semejantes. Lejos de trazar una continuidad entre humanos y no-humanos, la relación de la metamorfosis se revela como un efecto perspectivo buscado, que contribuye a interiorizar la discontinuidad de las formas exteriores al considerarlas cual si fuesen distintas colectividades o, aún, sociedades, reforzando un perspectivismo que, para Viveiros de Castro[3], constituye un rasgo fundamental del pensamiento amerindio: “La metamorfosis no es, en consecuencia, un develamiento o un disfraz, sino la fase culminante de una relación en la que cada uno, al modificar la posición de observación que su fisicalidad original le impone, se afana en coincidir con la perspectiva desde la cual cree que el otro se contempla a sí mismo (…) Más que de una metamorfosis, en suma, se trata de una anamorfosis”, concluye Descola.
Esta nueva repartición de los modos de entender lo otro que propone Descola, el otro existente que vale repetir no se reduce a lo humano ni tampoco excluye a los no-humanos, como resulta en nuestro credo naturalista, tiene profundas consecuencias que recién comienzan a vislumbrarse para una ciencia antropológica que durante el siglo XX se afianzó sobre la base de la división del trabajo propuesta por el naturalismo, y que hoy encuentra una demanda renovada en el litigio entre ficciones jurídicas universales y ficciones jurídicas particulares: la de ser garante del relativismo cultural.
Ricardo Fava: Antropólogo. Secretario de la Asociación de Amigos Guaraníes (A.A.GUA.). Director del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Lanús.
E-mail: ricardofava@yahoo.com.ar
(*) Texto publicado en revista Conceptual -Estudios de psicoanálisis- nro. 14 – Octubre de 2013. El ruiseñor del Plata. Ediciones de la Asociación de Psicoanálisis de La Plata.
Notas
([1]) Lévi-Strauss, Claude, La antropología frente a los problemas del mundo moderno, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2011, pág. 34.
([2]) La Sombradel Jaguar, Guión y Dirección de Enrique Acuña, Producción de la Asociación de Amigos Guaraníes (A.A.GUA.).
([3]) Viveiros de Castro, Eduardo, Metafísicas caníbales, Katz Editores, Buenos Aires, 2010, pp. 25-44.